Saber que
no pertenecía a ese lugar me hacía ajena a sentirme bien, hubiera preferido un
café y un cigarro, sentarme frente a la ventana y ver como el Sol me penetraba
la piel sólo para molestarme… Pero no, ahí estaba, callada, perteneciendo más
al aire y al silencio que a la lumbre y a la risa, con los labios tejidos a
modo de reproche de mi misma, para castigarme si sonreía, para no decir su
nombre y revelar mi cobardía; y pensaba en la urgencia del refugio más íntimo
que disipa mi frenesí en noches de invierno y verano, mi cuaderno viejo, mi
pluma, mi reunión que en fiesta de llanto culminaba cuando lo pensaba, en él
pensaba y recordaba que no es mi amado. ¡Maldito hombre!, frágil, estupido,
suculento; más que fe, en él me he encomendado, sin saber que es fuego, llama
ardiente, que si le toco en cenizas acabo; pero “estoy” y te miro, entonces tu presencia
ya no me alegra los versos, más bien en melancolía voy naciendo, y esta vida
sin vida por ti, ya no sabe si tiene dueño. Uní el destino por “coincidencia”
mentirosa, tal vez hoy daría todo por vivir la verdad y no condenarme a ser tu
sombra, sólo tu sombra, porque ya ni la soledad me reclama tu ausencia, pero la
duda la carcome, para después ignorar tu fiera esencia; sé bien que no te
quiero, sólo eres capricho que va muriendo.
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